Si no era su propósito, con el momento que eligieron para expresar su rechazo a la clase política, víspera de las elecciones autonómicas y municipales, los “indignados” españoles contribuyeron a allanar el camino del poder del conservador Partido Popular. Pero si fue que se dejaron llevar por la desesperación estimulada por el desempleo y las dificultades para cubrir sus necesidades es posible que el precio que haya que pagar sea más elevado. Deberían saberlo, pero si no, aprenderán que la desesperación es mala consejera. Los errores que pudieran haber cometido los socialistas no son de tanta envergadura como para que un sector que se supone pensante no se percatara de las consecuencias electorales de sus movilizaciones. Como si después del palo dado hubiera pero que valga, ahora buscan suplantar el voto de castigo que estimularon, con condiciones para la gobernabilidad a las autoridades entrantes. Resulta muy extraño que no pudieran esperar ni, incluso, comprometer a los candidatos con propuestas mínimas para enfrentar los problemas que agobian a la población. El Partido Popular, que había capitalizado el descontento, no hizo más que corear las consignas de los indignados, pero dirigiéndolas como dardos envenenados al presidente José Luis Rodríguez Zapatero. Su clisé es todavía que Zapatero y los socialistas no están en condiciones para sacar a España de la crisis que ha situado el desempleo en un 20 por ciento, sin presentar ningún proyecto en tal sentido. Tras el tsunami a que contribuyeron los indignados, lo único que puede anticiparse es que grandes avances experimentados gracias a reformas impulsadas durante la gestión de Zapatero podrían irse a pique cuando los conservadores tengan el poder. Pero a los indignados podría quedarles la satisfacción del éxito del movimiento, electoral o mediático, o la carga de conciencia de los resultados electorales.
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