Muy a pesar de los esfuerzos y de todo cuanto se diga que se hace en favor de los más desposeídos, la realidad es que en nuestro país, así como en otros lugares del mundo, hay una gran franja de seres humanos para la que resulta ser prácticamente una misión imposible el simple hecho de llevar a la mesa familiar el pan nuestro de cada día.
Es verdaderamente una angustiante lucha campal, una guerra sin cuartel, la que estos marginados seres humanos deben librar diariamente, y en la que casi siempre son muy pocos, o ninguno, los aliados o quienes manifiesten algún tipo de solidaridad ante la miseria que padecen. Sus vidas se reduce y circunscribe, ciertamente, a un eterno querer salir de abajo, en el que ven desfallecer sus fuerzas, y sienten que les abandona el aliento, y sobreviven gracias a las esperanzas, que cifran en medio de su frustración, al pensar que, tal vez, mañana habrá un mejor amanecer, y entonces, quizás, podrán meter sus pies debajo de la mesa y tener frente a ellos el ansiado pan nuestro de cada día.
Pero, su bella y quimérica ilusión, se desvanecen, tan pronto ven asomar el sol, porque su hoy es una copia fiel de su ayer, en que tendrán que dar los mismos tumbos y zarpasos, en busca de mitigar su espantosa desnudez, y otras tantas carencias, que convierten su existencia en un insoportable laberinto sin salida que le imposibilita nueva vez, su añorado y más que esperado encuentro con el pan nuestro de cada día.
Ese pan nuestro de cada día, con el que andan en sus bolsillos y han convertido en majestuosas residencias, villas y casas de campo, así como en los más lujosos y modernos vehículos, una gran cantidad de nuestros exponentes políticos y uno que otros seudos empresarios, que junto a otras figuras, amparadas en la connivencia y la impunidad, han desfalcado el erario público, y le han robado el pan nuestro de cada día, a miles y miles de dominicanos y dominicanas, se acuestan cada noche boca abajo, porque, según dicen, así, el hambre se siente menos.
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